Al querido Arico con mucho afecto...
Mi nombre es Loreno, soy un loro… el loro Loreno. Hace mucho tiempo solía pasar el tiempo hamacándome en un palito de madera que cruzaba de lado a lado la jaula de bronce, decorado con mi propia mierda. Maldita jaula, y maldigo a las civilizaciones que inventaron artilugios como estos para privar de libertad a los animales. No me quejo de mi vida de loro, pero acepto con bronca las leyes del samsara, ya que en mi vida pasada fui un represor chino adepto a Mao. En fin, cuando estuve en esa casa siempre lo miraba al segundo hijo de la familia, se llama Ariel y no sé porque razón le decían Arico. El siempre se sentaba de cuclillas en el rincón de la parte sur de la casona, yo lo veía desde la ventana que da al patio. Lo recuerdo muy bien en ese lugar, con su pantaloncito corto de color caoba, sus zapatitos charolados y medias blancas con encaje; apoyando las nalgas contra el piso de parqué y la espalda descansando sobre el empapelado salmón de la pared, justo en frente del retrato del primer progenitor que llegó desde Costa de la luz en Cádiz, Don Estanislao Francisco Armando Raúl Fermín De las Casas Monte Negro.
Con tan solo pocos años ese joven pensante sentía extrema admiración por la raíz de su árbol genealógico. Su abuelo había llegado a América para jugar al futbol en un club de Montevideo que finalmente no se fundó; por este motivo se radico en Argentina en las playas frescas de Santiago del Estero. El muchachito siempre fue un noble oyente de las historias en la que su abuelo era el protagonista por la peculiar calidad que poseía para quebrar las piernas de los rivales, y como había perfeccionado sus zapatos limándole la punta de acero al mismo. Supongo que por esta razón él siempre se sentaba en el mismo lugar todos los días después de merendar una taza llena de Nestum con leche, previamente a un picadito de futbol con sus amiguitos. Con los labios maquillados por los restos de aquel cereal y abrazado a su balón esperaba pacientemente que del retrato se establezca una especie de conexión religiosa entre su mente y el espíritu futbolista de su abuelo. Cerraba los ojos, fruncía las cejas, contraía los músculos y apretaba fuertemente la pelota. Esta maniobra la mantenía constantemente hasta que se escuchaba un sonido grave que terminaba con la meditación y el joven se levantaba y corría hasta mi jaula para enseñarme a decir: “¡Arico cinco!” mientras se acomodaba el pelo.
El tiempo siguió corriendo, Arico creció, el ritual era constante e invariable y yo aprendí a decir “Arico cinco”. Fueron numerosos los niños que sufrieron múltiples traumatismos como consecuencia de su accionar poco futbolístico en la mitad de la cancha. Los reclamos iban y venían, pero nada afectaba el camino hacia la transformación.
Con el tiempo adquirió sutileza, rigor y valentía. A mi me llevó a Tucumán en la misma jaula. Y un equipo llamado La Rejuntada lo compró con algo muchísimo mas caro que el dinero; ese equipo no sólo le dio la número 5 y lo llamó Rejuntao, sino también le dio raciocinio. Esta última destreza fue la clave para transformarse en uno de los mejores defensores. Gracias a su carga genética y a su arte, pudo patentar la Gran Arico. Es una técnica totalmente evolucionada y macabra para quitarles el balón a los adversarios de una manera que parece legal pero a la vez inmoral. Consiste en tres tiempos; en el primero pega desde la cintura para arriba, en el segundo atraca la pelota con los pies y pega con el muslo desde la cintura para abajo, y en el ultimo mientras el rival lo putea del dolor finaliza con el acomodamiento del peinado.
Hoy en día puedo atestiguar esto debido a que me pude escapar de esa jaula toda cagada una vez que trató de teñirme y pintarme el pico para que me pareciera a un tucán. No voy a negar que lo extraño porque es un gran tipo y me alegra que le haya ido bien, y sobre todo que este en la vanguardia del arte de patear con sutileza.